Guatemala está llena de gente amante
del buen comer. Gente que todos los fines de semana se atiborra de sushi con
hueva de pescado e ingredientes fusión, cafés finos de países africanos o
asiáticos –o asiáticos africanos, o también países fusión-, filetes kobe de
vacas masajeadas al estilo japonés-tailandés-canadiense, vegetales orgánicos de
exportación –de lindos colores, pero sabores gringos, sin la gracia y el sabroso
y tradicional e-coli vernáculo- , vinos de uvas con nombres impronunciables en
español con mas consonantes que vocales, platos de moda en restaurantes de moda
que entre semana son amenizados por bandas de electro-rock-cumbia-pop-reggae de
moda, comida tradicional guatemalteca gourmet minimalista adornada con salsas
decorativas y ramitas incomibles, comida de diseñador pirata, entre miles de otros
placeres sibaritas. ¡A la chingada con ese estilo de vida!
¡El mundo sería un lugar más
feliz si fuéramos todos un poco más foodies!
[foodie: sust. (del inglés foodie –foo-dee-) Persona que come por el gusto de comer bien y
delicioso. Invierte buena parte de su atención y energía en saber más acerca de
la comida, su preparación y sus ingredientes, busca comida que le guste y disfruta
mucho su sabor y el entorno en general de la comida. No quiere decir –para nada-
que le guste la comida refinada, cara, difícil de conseguir o exótica. ]
En otras palabras, seríamos mucho
mejores personas si todo el tiempo comiéramos esas cosas que nos dan placer al
paladar, a nuestro cuerpo, a nuestros sentidos y a nuestro espíritu. Que, en
lugar de comer ossobuco hasta chuparle el tuétano, nos juntáramos con nuestros amigos a disfrutar
un transmetro en los shucos del liceo
hasta quedar paches de tanta comida, que me gustaría llamar “para el alma”.
Seríamos más felices sabiendo que el placer no está en tomar un vino del
top-ten list del Wine Spectator, sino probando –aunque sea una vez- vino Chateau
Defay hecho en Guatemala sabiendo que al consumirlo uno apoya a familias guatemaltecas
trabajadoras y emprendedoras. Seríamos mucho más humanos si aprendiéramos a
viajar y probar sabores, texturas y conocer gente de lugares tan cercanos como
Mixco, -con su chocolate, sus chicharrones y sus cofradías y moros- o tan
lejanos como Shanghai –con sus langostinos y comida callejera, casas de té, cafés
de influencia francesa y sus viejitos haciendo tai chi-. Llegaríamos a una
especie de nirvana espiritual el día que descubriéramos que nuestra comida
favorita no es la pizza, ni el california roll, ni siquiera la lasaña di formaggio
o mac, sino que son los huevos revueltos y frijoles con crema de nuestra casa,
el ceviche con tamalitos de Blanqui en Escuintla, el atol de elote de las
Américas en una tarde de domingo o el pescado blanco de un restaurantito
petenero. Y si sobre todo esto, descubrimos más acerca de la gente alrededor de
la comida y de cada uno de los lugares, sus costumbres y su historia, damas y
caballeros, hemos encontrado el cielo en la Tierra.
¡Amén!
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